lunes, 13 de mayo de 2013

El verano inglés: El King's College y mi estancia con la familia

Hace algún tiempo ya que iniciamos la historia de mis aventuras y desventuras por tierras británicas. Y hoy, antes de entrar de lleno a comentar los caminos y las ciudades que conocí, así como a las personas con las que tuve a bien encontrarme, quisiera hacer un brevísimo repaso por cómo me informé sobre aquel curso y sobre con quién me alojé.



King's College International

Aunque ahora que echo la vista atrás, me doy cuenta de que el total por la estancia y los cursos, además de los desplazamientos, resultó una sangría económica -normal para alguien que no disfruta de ingresos-, cierto es que volvería a repetir la experiencia con el mismo equipo de profesionales que me atendió en aquel entonces...aquel entonces...aquel entonces...

Encontré el curso por casualidad, buscando una forma de huir de los lobos hambrientos que me perseguían en España, de los fantasmas de tanta guerra contra una universidad triste y pobre, contra tanta estupidez como, supuse, estaba dejando atrás. Tras mucho buscar y perder la beca que ofrecía el Ministerio de Educación de esta nuestra España, di con los cursos en el extranjero ofertados por King's College International, una interesante institución gracias a la gran oferta formativa que posee.

Tú sólo pagas, ellos se ocupan de todo. En King's College International me matricularon en Studio Cambridge, un centro cercano al centro de la ciudad, con un aire de vieja institución de enseñanza y con unos profesores extremadamente preparados.
Entre Studio Cambridge y King's College me asignaron a la familia con la que viviría el mes entero si -y en aquello hicieron hincapié constantemente- quería estar con ellos y no había incidencia alguna.

La estancia con la familia

La familia, de cuatro miembros y todos de origen chino, me acogió como a uno más; puede que debido a la experiencia con otros alumnos llegados desde cualquier rincón del mundo -llegué a compartir la casa con un alumno ruso y otro israelí, a los que no llegué a conocer demasiado bien-.
Los dos niños, de 3 y 5 años, me cautivaron. Admito que, pese a conocer a gente de muy diversos rincones y establecer con ellos una amistad que aún dura, fue con los dos pequeños con quienes más tiempo invertí, jugando en casa, viendo con ellos la televisión o dando algún paseo por el parque situado a espaldas del hogar; aunque nuestro pasatiempo favorito era jugar al fútbol en el patio trasero, donde la madre cultivaba tomates, puerros y otras verduras -en la pequeña entrada que hacía las veces de aparcamiento, cultivaba sobre todo girasoles-.

Recuerdo -no al modo de Essper- que la llegada no fue la mejor de todas: tuve que esperar a la familia durante algo más de una hora en la puerta de su casa, a la que llegué en coach desde el aeropuerto de Heathrow. Por suerte, la amabilidad británica hizo más alegre mi espera, pues una de las vecinas me ofreció pasar a su casa a tomar un poco de té al verme desamparado, maletón en mano, esperando bajo un cielo cada vez más oscuro. Sé que muchos pensaréis que la escena está sacada de una película o de un cuadro costumbrista -y con más razón si os apunto que la vecina se encontraba cultivando el pequeño huerto de la entrada-; pero es tan real que todavía hoy me emociona el recuerdo.

Cada día desayunaba un buen tazón de leche con cereales -nunca hubo problemas con la comida- y salía al centro. Aunque la familia me explicó cómo llegar en autobús, al poco tiempo rechacé este método que me costaba algo más de 10 libras semanales y me impedía disfrutar de los paseos matutinos que tanto me gustan. Pero esta es otra historia. El caso es que cada tarde, al volver, me esperaban con una suculenta cena tradicional china, palillos incluidos.
Ahora me acuerdo de aquellos platos, sobre los que espero hablar en alguna ocasión sin llegar a prometer nada. Recuerdo que estaban deliciosos y que los disfrutábamos juntos hasta que no quedaba nada en la mesa -junto con la oración de gratitud elevada cada tarde a la hora de cenar, era regla sine qua non la de comérselo todo para no desperdiciar nada, especialmente la verdura, cuyo origen todos conocíamos por ser la recolectada del patio-.

Cada fin de semana visité algún lugar sobre el que os traeré información. Nada me apasionaba más que conocer el país que me acogía y pocas gana tenía de marcharme de allí sin ver cada semana algo nuevo. El caso es que también para esto conté con la inestimable ayuda de la familia, especialmente de la madre, que siempre me hacía llegar ofertas de transportes, festivales y lugares de interés; así como vales de descuentos que me dio sin titubear para que disfrutara al máximo del Reino Unido sin que mi bolsillo se resintiera hasta el mismo extremo.

Elle trabajaba en el hospital. Él hacía lo propio en el Ayuntamiento de la ciudad. Entre los cuatro, a los que más tarde se sumó una hermana de la mujer con la que también acabé llevándome a las mil maravillas, formaban una de las familias más alegres y unidas que he visto en mi vida. El día de mi partida me sentía un miembro más, y unos y otros derramamos alguna lágrima de emoción al separarnos; especialmente los niños y, por supuesto, yo con ellos.

¿Volvería? Sí, por supuesto. Y me alojaría con ellos una vez más. Y aunque muchos de mis compañeros se quejaron de sus familias de acogida y las cambiaron por otras, yo puedo decir orgulloso que pocas había como la que allí encontré...

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